27 de junio de 2011

Bitácora viaje a Marruecos – X Parte (última)

DÍA 10                                                                              Lunes, 16 de agosto de 2010
Marrakech
El último día en Marrakech fue, hablando mal y pronto, una mierda. La mejor metáfora fue las veces incontables que Ada, Isra y Nes fueron al baño. La cena del día anterior les sentó fatal a Néstor y Ada, que no pudieron apenas ni levantarse de la cama. Ada tenía diarrea y Néstor no podía ir al baño, tenia debilidad. Ambos estaban noqueados. Por la tarde cayó Isra después del almuerzo. Yo fui el único que estaba más o menos bien. Sentía cosas extrañas en la barriga, pero iba aguantando bien. Fue duro verlos a los tres acostados en la cama sin poder moverse, tapados con las mantas, con fiebre incluso alguno de ellos. De nuevo me sentí impotente. Néstor y Ada se tenían el uno al otro, y ello les hizo más fuertes a los dos, que se apoyaban mutuamente. El jugo de frutas de la tarde que se bebieron tuvo la culpa y el kebab de la noche hizo el resto. El día fue interminable.
Me subía por las paredes. Por la tarde Ada se encontraba mejor y fuimos al Soko. Yo no pude comprar nada porque no tenía dinero. Ada compró un montón de cosas y en todas regateó todo. Tenía un arte que no había visto jamás para el regateo. Aluciné mucho viendo como se desenvolvía ella solita, logrando rebajar los precios hasta más de la mitad en algún caso. Volvimos y Néstor seguía más o menos igual, e Isra mejoró un poco. El último día en Marrakech, en Marruecos, fue ciertamente el peor de todos porque fue la antesala a la vuelta de nuevo a otra realidad
RELATO (verdadero)
“Me levanto de la cama. Sudoroso, nervioso. No consigo conciliar el sueño. Me pongo los pantalones, la camisa y salgo furibundo de la habitación donde todos duermen. Doy un portazo. Decido salir en mitad de la noche por las calles de Marrakech. Las calles están como siempre, sucias, pestilentes. En una de las calles peatonales que rodean la bella plaza de Jemma El Fna se dan cita toda clase de personas, individuos y fauna. Las cucarachas pasean libres y sin miedo, las ratas son el adorno perfecto.
Cruzo la calle para sentarme en el muro de los hombres perdidos, sin fe o sin futuro. Son viejos, andrajosos, miran al suelo o sus ojos se pierden en un más allá tan ocre y gris como el desierto que nos rodea. Me siento sin compasión alguna. La ciudad marroquí me enseña toda ella poderosa, todo lo que puede dar de si. Se me acerca una cría de gato que se compromete al primero que pase. Me ha tocado a mí. Lo miro con desdén. Sólo soy un pasatiempo. Como carezco de interés, se vende al primer postor. Son turistas, le delatan su limpieza, su pulcritud, su tez limpia y sus sonrisas de despreocupación. Es un matrimonio con su hijo que pierde rápidamente el incipiente interés del gato. Tropiezan con un vagabundo cojo y viejo. Se apartan enseguida, le miran con asco. Ambos cortejan el paso de su hijo, uno lo abraza, la otra le coge el brazo. Comienzan a caminar más rápido.
En la calle irrumpen dos niños de unos diez años saltando. En principio parece un juego, en realidad están peleando a fuego, con un encono inusitado. Se pegan sin cuartel mientras los hombres del muro sin fe, entre los que me encuentro, no hacemos nada. Se parten la boca. Sangran. Uno de ellos cae. Su contrincante lo apalea, le da patadas repetidas veces. Se queda dolorido en el suelo. El otro le da cancha para recuperarse. Al cabo de un par de minutos la trifulca se eleva a la máxima potencia. No hay tregua. Un hombre pasa por allí y los intenta separar dos veces. No lo consigue y desiste. Sigue la pelea con los dos niños ensangrentados, mientras en el bullicio de la calle transitan las calesas repletas de turistas que, en un escalafón superior, no ven, o no quieren ver la realidad de estas calles. La pelea finaliza con uno de ellos, ya no recuerdo quien, tumbado boca arriba con la cara ensangrentada. Extenuado por el esfuerzo. El otro niño se aleja muy lentamente mirando de soslayo el resultado final de la pelea, esperando si acaso a que se vuelva a levantar, cosa que no ocurre.
Asqueado, me levanto del muro de los hombres sin fe. Me dirijo hacia la plaza anexa a Jemma El Fna. Los motoristas corren anarquistamente. La entropía se instala en Marrakech y quiere llevarme por delante. En el último momento doy un salto apresurándome a que el motorista me lleve por delante. Esta misma tarde, aquí mismo, vi a dos niños jaleados por una multitud de hombres pegarse como si de un ring se tratara mientras me ofrecían drogas y la gente era ajena a toda rutina. Me dirijo al Soko. Es de noche y me han advertido que es peligroso andar solo por estas calles. Siento dentro de mí el calor del desierto altanero que no se conforma con la calma de unas pocas gotas de agua. El Soko de noches es caos, un correcalles absurdo.
Se me acerca un tipo que me habla primero en francés, luego en berebere. Me pone el brazo sobre los hombres y la otra mano al bolsillo, le empujo con violencia y se cae. Comienza a gritarme. Dos hombres más me miran con ojos encendidos en rabia. Toda la calle mira. Me gritan y me achantan a base de empujones. Retrocedo y levanto las manos. No sirve de nada. Me doy la vuelta pero siguen empujándome. Camino más deprisa pero ellos siguen molestándome. Opto por correr y comienza una persecución por las callejuelas del Soko. Mis pies se agarran como pueden a las resbaladizas calles. Pongo una marcha más y esquivo motos, bicis, turistas. Giro a la izquierda y luego a la derecha. Está oscuro. Me resbalo y caigo. No sé si me siguen. Todos me siguen mirando. Como puedo salgo del Soko por las calles del sureste. Remonto hacia el norte y llego a la avenida Mohamed VI.
Por el camino veo a niños trabajando, otros buscando papeles que luego se llevan a la boca. Los hombres, horrendos, son vagabundos Me reflejo en un escaparate y me descubro sucio, con parte de mi vestimenta rota. Ya soy uno más en esta ciudad sin ley aparente. Jadeo casi sin aire. En mi interior hay un espíritu que habita como una semilla que germina, crece y vive eternamente. Es indeleble. Es su recuerdo que subo al altar de mi idealismo, donde llega lo inalcanzable. Yo, taciturno, furibundo, me siento en un banco de la avenida. Miro la luna creciente amenazante con llenar de luz toda la noche. Permanezco allí largo rato. Me percato de que a mi lado hay una chica. No es de aquí, es occidental. Ella me observa y sonríe. Yo hago lo propio. A lo largo de una hora, nuestras miradas se encuentran en sucesivas ocasiones. Pasan jóvenes franceses llenos de hormonas e interrumpen nuestros silencios de miradas.
El gato promiscuo vuelve a escena. Nos ronda. Se pone mimoso y logra ser el centro de atención de nosotros. Cuando intentamos acariciarlo el gato huye.
-No se dejó –esbocé yo-.
-Non capisco –contestó ella-.
-¿De dónde eres?
-Italia
-¿De qué parte?
-Del sur
-Pero, ¿De dónde?
-Lecce
-Oh, Lecce, sé dónde está
-Ma, come é possibilite –exclama ella.
Comenzamos a hablar de todo y de nada durante varias horas hasta la madrugada. Caminamos por las calles de Marrakech. Se llama Piera y vive en Milán. Reímos y nos entendimos bien. Fue la conversación más larga que tuve en semanas.
-¡Piera! – escuché a mi espalda.
Era su novio, Piero. Hablamos durante unos pocos minutos de banalidades, al cabo de lo cual, se fueron. Sin darme cuenta había acabado de nuevo en Jemma El Fna, en el muro de los hombres sin fe. Eran las tres de la madrugada. Allí ya no había nadie. Me senté y comencé a escuchar música occidental. No sabía de dónde provenía. Daba lo mismo. Yo ya no era yo. Era otro. Era el de siempre pero otro, el que había estado solapado por el maléfico duende que llamaba mis ardientes y lávicas entrañas. Cerré los ojos. Agaché la cabeza. Sentí como el cuerpo me pesaba, cambiaba de forma y la horizontalidad era la que me dominaba. Escucho una voz conocida que susurra. Se acerca cada vez más: Will, Will, Will, Will, Will, Will...
-¡¡Qué!! – grité desesperado.
Abrí los oídos, y la voz más hermosa que jamás escuché abraza mi alma y dice mimosa:
-Will… Te amo.
Y desperté de esta pesadilla sin ella”.
FIN
El último día en Marrakech no acabó hasta que cogimos el avión a Madrid. A modo de resumen, las visitas al Soko fueron muy desagradables. Si no comprábamos o no hacíamos caso, nos insultaban o nos decían algún improperio desagradable. Sin embargo, tanto con Isra al mediodía, como con Ada por la tarde, encontramos a dos vendedores muy amables. Recuerdo especialmente el de la tarde, al cual Ada compró unas zapatillas. El buen hombre, sin dientes en la boca, pero con una sonrisa sin complejos, era todo amabilidad y simpatía. Sólo hablaba bereber, pero eso no fue óbice para entendernos. Su sonrisa y sobre todo sus ojos, que irradiaban bondad, invitaba a la confianza. Esa tarde vi como un grupo de hombres marroquíes jaleaba a dos niños para que peleasen en mitad de la plaza de Jemma El Fna. Dormí pronto pero los chicos me obligaron a levantarme para que fuera a pagar el hotel. Después de subir y bajar unas seis veces supe que lo que había que pagar era el taxi pero para entonces el cansancio de subir y bajar las escaleras, perdí el sueño. Ya todos dormían y decidí salir por Marrakceh. Lo que vi fue otra pelea de niños y la miseria de siempre. Subí hasta la sala del hotel. Allí sólo estaba una chica y yo. Al cabo de una media hora comenzamos a hablar en italiano y se llamaba Piera. Fue una conversación en italiano y en inglés. Estudiaba psicología. Al cabo de unas horas bajó su novio, Piero, y la noche acabó así. Marrakech acabó en la madrugada del Hotel Alí. Marruecos acabó en un día de noche seguido de un viaje fatigoso y desganado.

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